Desde este blog se pretende difundir la historia, el arte, la cultura y la naturaleza de la villa y del valle de Echo, uno de los enclaves pirenaicos de Aragón, más hermosos y dinámicos. Su pasado, presente y futuro merecen la pena conocerse y compartirse. Con mi admiración , cariño y la mayor modestia.

lunes, 25 de octubre de 2021

CRÓNICA DE UNA PARTIDA FRANCESA DE CAZA EN LA SELVA DE OZA, EN EL VERANO DE 1869 (SEGUNDA PARTE)

 



Prosigue el relato que Achille Fourquier publicó de la expedición francesa de caza en la que participó en 1869 en la Selva de Oza en el Valle de Echo. (Ver la entrada anterior en el enlace: https://echosinhache.blogspot.com/2021/10/cronica-de-una-partida-francesa-de-caza.html ). El texto, como ya advertí, sigue siendo largo, pero creo que merece la pena. De nuevo pido disculpas por los errores que pueda haber cometido en la traducción del mismo. Terminará en una siguiente y próxima entrada del blog.

...En este vasto espacio, cubierto en algunos sitios por grandes manchas de nieve, crecen ciertas hierbas muy apreciadas por los sarrios, ya que a menudo vienen a pastarlas. Pero, guiados por el instinto de autoconservación, dándose cuenta de lo fácil que es cortarles la retirada, sólo se entregan de noche a estos peligrosos festines y van, con las primeras luces del día, a buscar refugios más seguros . Por tanto, era necesario ocupar antes del amanecer los únicos pasos por los que podían huir, y se decidió partir a la medianoche.

Pero dejé que mis compañeros caminaran en medio de las tinieblas; entonces estaba un poco indispuesto y, además, poco animado por el valor de una de mis piernas, que un grave accidente había dejado fuera de servicio durante muchos meses. No quería pedirle más de lo que ella podía dar desde el comienzo de la expedición, y comprometiendo así el resto de la campaña.

Al amanecer, sin embargo, me subí a la vieja e intrépida mula de Manescau, de la que, en ausencia del amo, no habíamos querido separarnos, y me dirigí hacia un manantial designado como lugar de encuentro. Allí, mientras atacaba el almuerzo que traía, escucharía los detalles de la expedición.

Por el camino, pensé en mis compañeros, en la sabia combinación de su plan de campaña, en las duras fatigas de su larga caminata nocturna y ciertamente debería, en el fondo de mi corazón, haberles deseado un éxito brillante. Pero, siendo fiel al partido de los sarrios, ¿no era traicionar una vieja amistad tener deseos contra ellos?

Falso hermano o falso amigo, tal fue la triste alternativa en la que me colocó una suerte de fatalidad. Mientras admiraba los hermosos árboles del bosque, los profundos barrancos y los grandes horizontes que se extendían a medida que subía, medité durante largo tiempo sobre el tema serio que me preocupaba, luego, volviendo a ideas queridas por los orientales: Inch Allah! Lloré para concluir: ¡Que se cumpla el destino!



Me acercaba al lugar de encuentro, cuando escuché varios disparos; los sarrios, para su desgracia, se habían dejado sorprender. Una vez reunidos, supe que habíamos ocupado, según el plan adoptado de antemano, las distintas chimeneas del Castillo de la Cher (Acher).

Una sola, la más importante, la más frecuentada pero de un acceso más difícil que las otras, faltaba todavía por guardar. Allí fue Darralde con Lamazou II, el de Lescún. Enseguida cada uno, dejando la roca que lo esconde, se muestra al aire libre, contra todas las reglas y todos los hábitos seguidos en este tipo de caza. Veintisiete sarrios, rodeados por todos lados, se encuentran ahora a merced de los cazadores. 

Nuestros hombres, animados ​​por el éxito, se vuelven burlones y provocadores. Silban como los pastores que llaman a sus rebaños, y se dirigen a los sarrios para decirles: ““Vamos, camaradas, el baile va a empezar. Prepárense, niños. Saltad, haced todas las cabriolas que queráis, ahora ya os tenemos”. Los pobres animales se refugian primero en el punto más alto de la meseta, pero, desalojados de su puesto de observación, son recibidos con disparos de fusil en la primera brecha donde se presentan; sólo son felices un segundo; llegan a Darralde, quien hace un doble disparo, se alejan de nuevo y finalmente se precipitan sobre el otro tirador y escapan después de perder a otro de los suyos.

Esta expedición matinal nos supuso cuatro sarrios, por no hablar de los heridos, que no pudimos encontrar. La distribución de los lugares es tal en el Castillo de la Cher que ocupando sólidamente los puestos bastaría de un solo perro para forzar a salir a los sarrios que hay allí y sorprenderlos. Forzando sarrios! nunca se ha visto tal cosa; ni se verá tal vez.

El día empezaba demasiado bien para no volver a tentar a la fortuna. La mula de Manescau partió hacia el campamento, cargada con nuestras cuatro víctimas. Desde los tiempos en que cargó a su ilustre dueño, su columna nunca se había doblado bajo una carga más noble.

Se organiza la batida, avanzamos hacia los puestos; pero Carrère encontraba la montaña demasiado empinada, y tuvimos que acudir en su ayuda. El oficial tiene un ataque de vértigo, el vacío lo atrae; lucha en vano contra esta sensación inexplicable, pide ayuda, y si no lo hubiéramos alcanzado a tiempo, sin duda habríamos tenido una desgracia que deplorar.

Al levantar con cuidado la cabeza por encima del collado que debemos vigilar, vemos a gran distancia, al pie mismo de las enormes rocas escarpadas del Castillo de la Cher, a unos cientos de pies por debajo de la meseta donde esa mañana había tenido lugar el tiroteo, vemos, digo, ocho sarrios que esperábamos abatir. Nos apostamos llenos de esperanza. La espera no fue larga. Darralde, Durand y yo matamos cada uno el nuestro. Otros tres también caen para no levantarse. ¡Qué total! ¡Diez sarrios en un solo día! En épocas lejanas, en tiempos heroicos, se hicieron semejantes cacerías. Hoy en día, en las reservas de reyes o emperadores, se abate más caza; pero tal éxito parecerá fabuloso para los que solo conocen la vertiente francesa de los Pirineos.


Por la noche de ese día memorable, nuestro campamento presentaba un aspecto singular. Nuestros hombres habían reunido una gran cantidad de madera de tea (tieda) , sacada del pino, del cual la parte inferior del tronco, así como las grandes raíces, están fuertemente impregnadas de resina. Para obtenerlo es necesario cortar el árbol con un hacha, cerca de las raíces o, más rápidamente, volarlo con pólvora. En las Landas y en algunas montañas, los campesinos iluminan sus casas con la tieda, que dividen en pequeños astillas para economizarla. Pero nosotros, al tenerla en abundancia, apenas la perdonamos. Se quemaba en grandes trozos amontonada sobre piedras planas, colocadas en lo alto de estacas plantadas verticalmente en el suelo, obteniendo así una brillante iluminación. La parte inferior de la oscura cúpula de vegetación que nos protegía estaba muy iluminada; algunos rostros, ciertos perfiles estaban fuertemente acentuados por los reflejos de esta luz errante.

El resto sólo ofrecía masas confusas, en medio de las cuales podíamos distinguir vagamente los extraños trajes con los que íbamos engalanados, las boinas de nuestros bearneses, los anchos sombreros de los pastores aragoneses que habían venido a calentarse a nuestras hogueras de vivac, nuestros sarrios colgando de las ramas. para hurtarlos a la voracidad de los perros, finalmente los troncos de abetos y hayas, que se prestaban a todas las ilusiones. Contemplé con deleite, de cerca o de lejos, este extraño cuadro, embellecido y completado por la luna que brillaba en el cielo, y cuyos reflejos plateaban las aguas del torrente que corría cerca de nosotros.

Darralde nadaba de alegría, la gente de Lescún triunfaba y no dejaba de repetir: "¿Alguien ha visto alguna vez una fiesta así en Olibón?" " No hay amigos tan buenos que nunca se abandonen, dijo el viejo rey Dagoberto. y como los preceptos de los antiguos son los preceptos de los sabios, cada uno, para ajustarse a ellos y descansar un poco, se retiró a su tienda.

Las noches eran tibias, no sentimos viento, ni brisa ni siquiera en medio del bosque que nos envolvía; todas las precauciones que solíamos tomar para protegernos del frío y la humedad se volvieron superfluas ; el silencio sólo era perturbado por el murmullo monótono del torrente y, a intervalos prolongados, por los ladridos de los perros. A medida que se acercaba el día, se oía el canto de los pájaros; Incluso reconocí el canto vibrante, sonoro y melodioso del ruiseñor que se mezclaba con el mugido de las vacas y los toros.

Normalmente todos nos levantábamos temprano, y mientras la cocina encendía sus fuegos, dejábamos nuestras tiendas una tras otra para llegar a la orilla del río, donde las rocas, coronadas de árboles cuyas ramas se extendían, por encima de la límpida ola formaban un admirable cuarto de baño. Las ninfas y dríadas de antaño nunca han tenido uno más encantador.

El corzo es un animal que habíamos cazado con demasiada frecuencia, Durand y yo, como para perseguirlo con pasión. Dejamos este placer a otros, y mientras Durand pescaba deliciosas truchas en el torrente, que aún quedaban algunas, me contenté con vagar en medio de los pastos y a la sombra de los grandes árboles, para disfrutar de las grandiosas bellezas de la naturaleza que me rodeaba.

Hacia la tarde, todos regresaron al campamento donde discutieron los eventos del día. Habían matado dos ciervos y, lo que es más interesante, Darralde había vislumbrado un oso, que fue recibido con una bala a gran distancia de uno de nuestros hombres y disparado de muy cerca por otro, pero con plomo que sin duda se detuvo en su grueso pelaje, porque lo ignoró. Estos animales tienen tal vitalidad, que no caen, me dicen, hasta después de recibir dieciocho balas.



Los perros, al encontrar este rastro, cuyo olor les era desconocido, partieron dando grandes ladridos. Los “piqueurs” que los sujetaban notaron que el perro de Lamazou, uno de los mejores de la manada, caminaba hacia el campamento con la cola hacia abajo en cuanto puso la nariz en el suelo: este viejo veterano sabía que era peligroso acercarse demasiado al oso. Los demás pronto dejaron de perseguirlo: una demostración hostil o quizás un gruñido de mal augurio había sido suficiente para derrotarlos. Definitivamente el bosque de Ossa (oso) (el autor hace un juego de palabras, ignorando que el nombre real no es Ossa sino Oza)  todavía merecía su nombre. La información que nos dieron a nuestra llegada era cierta, y los pastores no se permitieron la vana fantasía de disparar tiros todas las noches, como habíamos notado. Realmente tenían que alejar a un enemigo serio de sus rebaños, haciéndole entender que estaban vigilando con atención. Pero los sarrios todavía trotaban en nuestras cabezas; habíamos empezado demasiado bien, teníamos que seguir nuestra vena, y no prestamos al hecho que acabo de contar toda la atención que merecía.

Al día siguiente, para llegar a Penafourque (Peña Forca), volvemos a subir al bosque. Llegamos a los pastos altos que lo dominan; Hacemos una pequeña parada en medio de grandes rebaños de ovejas y cabras agrupados de forma pintoresca al pie de rocas cubiertas en lugares con algunas manchas de nieve. Los pastores calman a gritos a sus grandes perros, excitados por nuestro acercamiento y se aproximan a nosotros. Sus rostros son comunes, pero todos, jóvenes y viejos, tienen una notable despreocupación y desde la distancia los vemos apoyados en sus largos palos. Bebimos leche que parecía deliciosa. Carrère tuvo la imprudencia de no saber moderarse y se arrepintió. La leche es peligrosa; hay que tener cuidado con ella cuando se toma en sitios donde casi siempre hace demasiado calor o demasiado frío.



Ya he pasado muchas horas buscando sarrios, muchas veces la espera me parecía larga, pero nunca había sentido el peso del tiempo con tanta fuerza como entonces. Nada que mirar excepto el cielo azul, piedras grises, un poco de nieve y algunos escarpes rocosos. El sol se volvió vertical y abrasador, toda sombra desapareció, las horas pasaron y el sarrio no se asomaba. El hambre me molestaba, la inmovilidad me molestaba, las rocas desnudas me molestaban. Un letargo invencible me invadió por momentos y experimenté las alucinaciones más fantásticas. ¿No era eso comprar demasiado caro el eventual placer de disparar un arma? Muchas veces he jurado no volver a exponerme a semejante aburrimiento, pero sabemos lo que valen esos juramentos; todo mi mal humor se disipó rápidamente cuando vi a los sarrios. No pude tirarles, pero otros más afortunados que yo abatieron a tres en el suelo. Cuando estábamos a punto de retirarnos, nos llamó la atención un ruido similar al retumbar del trueno: se debió a una hermosa avalancha, una verdadera cascada de nieve que, sobresaliendo desde los picos más altos de la montaña, saltaba entre las grandes rocas, muchos de cuyos fragmentos arrastraba en su caída.

No puedo pasar por alto y silenciar un incidente que casi tuvo un resultado trágico. Un grupo de contrabandistas intentaba entrar en España. Los porteadores de los bultos caminaban precedidos de seis hombres armados con fusiles para evitar con mayor seguridad cualquier indiscreción por parte de los aduaneros. Los exploradores en cabeza, viendo desde lejos los trajes oscuros de nuestros hombres en medio de los escarpes de Pena Fourque, los toman por carabineros. Creen que están siendo perseguidos y dan la señal de alarma. Uno de ellos avanza valientemente hacia Lapassade el cual estaba más cerca de él. Camina con el rifle en posición horizontal, dispuesto a ponérselo al hombro. Este movimiento hostil no se le escapa a nuestro hombre; se pone a la defensiva y confía en sus habilidades de cazador para advertir a su oponente y enviarle una bala al menor movimiento sospechoso. Resuelto como el otro, la distancia que los separa disminuye; pronto incluso se reconocen y se saludan amistosamente. Estos dos hombres, que estaban dispuestos a matarse el uno al otro en ese momento, eran viejos conocidos. Los contrabandistas regresaron a sus bultos que a la primera alarma habían escondido lo mejor que pudieron, y los vimos continuar su viaje.

Contrabandistas chesos


Una larga estancia en la frontera española, mis frecuentes viajes a los Pirineos me permitieron conocer distintas especies de contrabandistas; no todos se llevan el rifle al hombro. En efecto, las mujeres, casi todas nacidas con el amor instintivo por la fruta prohibida, buscan las emociones que les da el miedo a ser descubiertas, cuando de manera fraudulenta pasan artículos de tocador, puros, o incluso panes de azúcar, o relojes ingeniosamente suspendidos bajo sus enaguas.

Hablar de marineros que engañan a la vigilancia de los guardacostas en lanchas ligeras me llevaría demasiado lejos. Solo diré dos palabras sobre ciertos industriales que, sabiendo aprovechar las debilidades humanas, tienen el secreto de enviar siempre a los aduaneros para posicionarse en una dirección opuesta a aquella por donde deben pasar los objetos que quieren esconder de su vista.

Llego finalmente a los traficantes, que no saben, no pueden o no quieren recurrir a esos medios. La lluvia, la nieve, la tormenta, el peso de las cargas, las dificultades de los caminos, las balas de los aduaneros, nada puede detenerlos. Se enfrentan a todo, a la prisión e incluso a la horca, por un salario modesto. Suelen andar en bandas más o menos numerosas. Sus líderes comparten sus peligros y también el riesgo en estas peligrosas expediciones, todo o parte de su fortuna.

Viví en medio del bosque, en una intimidad fugaz con un aragonés, un verdadero coloso, de dos metros de altura, vigoroso en proporción a su estatura, pulcro en su vestimenta, guapo, de rostro y humor alegre. Nadie, al verlo, habría supuesto ciertamente estar lidiando con un excondenado a muerte, y sin embargo había escapado con gran dificultad de las manos de la justicia, tras un fatal encuentro con algunos aduaneros . Todo mejora con el tiempo. Vive pacíficamente hoy en su aldea, dejando a uno de sus primos, a quien solo ayuda con su bolsa y sus consejos, el cuidado de correr las mismas aventuras.

Una vez conocí a este mismo primo en medio de su duro trabajo. En el momento de mi llegada en medio de la banda que él mandaba, las mulas de carga , animales vigorosos, escondidos en lo más espeso del bosque, comían su alimento; unos hombres estaban asando carne sobre los restos de brasas, otros estaban fumando cigarrillos, tirados en el suelo o envueltos en mantas de colores brillantes. La sombra de los pinos y hayas envolvía en misterio a estos pintorescos grupos que esperaban la noche, una noche sin luna, para continuar sus operaciones. Los contrabandistas me ofrecieron el excelente vino de sus botas y, no siendo ajeno a ellos, pude examinar en detalle los revólveres, sus puñales, sus fusiles y sus cartuchos de encendido central, porque esta gente aprovecha también el progreso de la civilización.



 Un amigo dibujó a uno de esos tipos, cuya vestimenta, porte y rostro ofrecían una mezcla singular de salvajismo y audacia, pero, habiéndole dicho un camarada que este retrato podría, en determinadas circunstancias, presentarse como un testimonio peligroso, inmediatamente lo rompió. ¿Valió la pena este comentario? Si y no. La mayoría de estos hombres, a menudo terribles en el momento de la acción, son, en la vida ordinaria, muy honestos y, a menudo, mansos como corderos. La guerra está declarada entre ellos y los funcionarios de aduanas; en este duelo de un género particular, luchan astutamente, con habilidad y vigor. Si la mala suerte quiere que les sobrevenga la muerte, es un accidente, su honor permanece tan intacto como el del soldado. No estoy discutiendo este punto de vista, lo estoy constatando. Sin dar más detalles sobre este tema, añadiría que durante la noche que siguió al encuentro que acabo de mencionar, oímos por todo el bosque extraños crujidos y pasos apagados que sin duda no llegaron a los oídos de los carabineros, porque los contrabandistas ganaron la gran partida que jugaban y en cuyo juego arriesgaban considerables sumas.

Era un día de tregua para los sarrios, ya que corrían los ciervos. He hablado ya de mi entrenamiento para esta cacería, que no he abandonado nunca, no del todo, porque me brindó una excelente oportunidad para caminar por el bosque, para verlo en sus diferentes aspectos, y ciertamente valió la pena. Aquí pinos gigantes, hayas cuyos troncos rectos y delgados sostenían una cúpula de verdor impenetrable a los rayos del sol; Allí, árboles jóvenes apretujados, apretados unos contra otros, llenos de vigor y entremezclados, formando un amasijo confuso debido a la terrible devastación ejercida por la tormenta . Los reyes del bosque, levantados del suelo y derribados, yacían en el suelo mezclados en espantoso desorden. Unos cuantos troncos enormes, partidos por la mitad, todavía extendían sus brazos largos y descarnados sobre sus hermanos muertos.

 Todos estos cadáveres, mutilados, entrelazados, blanqueados por el tiempo como esqueletos, daban testimonio elocuente de la furia de los elementos. ¡Qué alboroto siniestro en el momento en que todos estos grandes árboles dieron paso a los esfuerzos unidos del viento y los relámpagos! ¡Qué poderoso conjunto de notas! ¡Qué concierto más espantoso para los habitantes salvajes del bosque! Pronto crecerán semillas en el lugar que hoy ocupan estos viejos escombros. Tanto en el bosque como en la humanidad, los vacíos que deja la muerte son llenados sin demora por nuevos seres. Admirable ciclo del que sólo Dios tiene el secreto.








(CONTINUARÁ EL RELATO EN UNA TERCERA Y ÚLTIMA PARTE EN LA PRÓXIMA ENTRADA DEL BLOG)

3 comentarios:

  1. ME gusta este relato de sarrios y contrabandistas

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    1. En la próxima entrega el desenlace, con carabineros y osos incluidos. Saludos.

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  2. Esperando la siguiente entrega. Como siempre, interesante.

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