Desde este blog se pretende difundir la historia, el arte, la cultura y la naturaleza de la villa y del valle de Echo, uno de los enclaves pirenaicos de Aragón, más hermosos y dinámicos. Su pasado, presente y futuro merecen la pena conocerse y compartirse. Con mi admiración , cariño y la mayor modestia.

sábado, 30 de octubre de 2021

CRÓNICA DE UNA PARTIDA FRANCESA DE CAZA EN LA SELVA DE OZA, EN EL VERANO DE 1869 (TERCERA Y ULTIMA PARTE)

 



Ultima entrega de la crónica de la expedición de caza a la Selva de Oza en el verano de 1869 escrita por Achille Fourquier. La traducción del francés es de mi autoría, por lo que son achacables los errores de la misma, por lo que pido disculpas. Este capítulo de desenlace de aquellas jornadas de caza, mantiene el mismo interés que los anteriores, aportando además de las realistas descripciones, algunos interesantes datos para la historia del Valle de Echo. Los capítulos anteriores pueden leerse en los siguientes enlaces: Primer capítulo de la crónica y  Segundo capítulo de la crónica

Tendríamos tiempo para filosofar largamente mientras esperamos en nuestro puesto, pero rara vez estamos de humor para abandonarnos a serias meditaciones ; involuntariamente escuchamos todos los ruidos. Uno espera, en medio del repique lejano de las campanas, el canto de los pájaros y el murmullo de los arroyos, escuchar de pronto las voces de los perros; pero, en este territorio tan extenso, la caza puede llevarse a cabo de forma rápida y sin la menor duda, un pliegue del suelo es suficiente para concentrar sus ladridos en un estrecho valle.

Ya saturado de las monótonas armonías que reinan en los grandes bosques, recordándome las tediosas horas de la víspera, me había proporcionado para pasar el tiempo más fácilmente, un álbum y un lápiz. Sentado al pie de un gran abeto, que coronaba las escarpadas rocas, me encontré apoyado junto a un precipicio en cuyo fondo fluía una fina corriente de agua. Unos espesos bosques obstruían la vista unos pasos frente a mí, mientras que a mi derecha algunos raros arbustos dejaban al descubierto un espacio de 50 a 60 metros . 

Este puesto, bien sombreado, me gustaba ; tenía la intención de pasar el tiempo allí sin preocuparme demasiado por la caza, así que puse mi fusil en el suelo, pero al alcance, para cogerlo fácilmente si era necesario. Además, el sol brillaba; algunos rayos de luz, tamizaban con dificultad a través del follaje, encendiendo aquí y allá los musgos y líquenes que se adhieren a los árboles viejos; no hacía ni calor ni frío, el aire era ligero ; en resumen, me sentía feliz en este inframundo del que a menudo se habla.

Sentía a Darralde a poca distancia de mí, pero no podía verlo; un disparo resonó , acababa de disparar. Dejé caer el álbum y el lápiz al suelo, tomé mi fusil y me preparé para ver surgir a un ciervo. De pronto vi en el claro, a unos cincuenta metros de distancia, una gran masa oscura con reflejos leonados; en lugar del ciervo que esperaba, un oso , un oso grande galopaba hacia mi lado. Con un plomo en un cañón , una bala en el otro, sin abrigo, sin refugio de ningún tipo, ¿que hacer? Si me hubiera embestido , era un duelo a muerte entre nosotros dos . Tenía que pedir ayuda a mis pies, de lo contrario estaba perdido sin poder hacer nada. Inmóvil, observé atentamente todos sus movimientos; ya podía escuchar su respiración jadeante, estaba a solo cuatro o cinco pasos de distancia. Viendo que estaba dispuesto a continuar su ruta sin molestarse, lo dejé pasar y a distancia, le apunté a la cabeza, le envié mis dos tiros de fusil ; ¡pero desafortunadamente! siguió su curso y no tardó en desaparecer. 

Dibujo de la escena narrada, que aparece en el libro.
El autor, Achille Fourquier.


Un oso al galope va rápido, y durante los pocos segundos que tardó en acercarse a mí, recordé que si bien sus compañeros cargan contra el hombre que encuentran en su camino, una vez han pasado no retroceden, incluso si se sienten heridos. El recuerdo de esta peculiaridad, la carga que contenía mi fusil, la ausencia total de abrigo, todos estos motivos, que se me pasaron por la cabeza, me decidieron a marcharme , y apenas me dejaron tiempo para pensar en el peligro real que estaba corriendo. Sin duda, nunca encontraré una oportunidad así para abatir al animal más formidable que tenemos en Europa.

Un feliz desvío en la dirección de mi arma, y ​​a pesar de las perdices, faisanes, conejos, liebres, ciervos y sarrios que a menudo no he podido abatir, ahora era un hábil cazador. ¿Qué son las reputaciones? Darralde se unió a mí y a dos de nuestros hombres, a quienes les explicamos lo sucedido. Al enterarse de que el oso, antes de venir hacia mí, había recibido un disparo, tal vez incluso herido, uno de ellos exclamó: “¡Ah! señor. , nunca habéis estado más al borde del precipicio ”; y el otro agregó: “Habéis nacido hoy, recordadlo ". Los perros no regresaban, probablemente estaban siguiendo a un ciervo. El oso fue sólo un incidente: perturbado, en su descanso por los ladridos de la manada, simplemente había querido buscar un alojamiento más tranquilo; la caza prosiguió y cada uno volvió a su puesto. Una vez a solas me vinieron a la cabeza los detalles anteriores, así como las palabras de nuestros hombres, y, por qué no admitirlo, sentí cierta humedad en las palmas de mis manos y una gran sequedad en la boca, dos signos infalibles en mí de una viva emoción ; era retrospectivo y pronto se disipó al reanudar mi trabajo interrumpido abruptamente.

De regreso al campamento, hablamos extensamente sobre el evento de la mañana. Lamazou, de Borce, lamentó no haberse encontrado en mi lugar. Me reprochó no haberle dado al oso el pequeño discurso que siempre le da en tales circunstancias: Cuando está a diez pasos, le dice : "Vamos, Martín, levántate, es hora de bailar. »Agita los brazos, el animal se pone de pie sobre sus patas traseras, avanza para abrazarlo, le apunta al corazón y lo mata; es tan sencillo como eso , al menos en teoría. Las numerosas hazañas de Lamazou le autorizan a hablar así; nadie podría acusarlo de fanfarronear y todos pueden aprender de la lección.



Al día siguiente de nuestra llegada, el alcalde de Echo, el primero de los pueblos que nos encontramos al bajar por el valle, avisado por vagos rumores de una repentina invasión de extranjeros, nos envió un mensajero para averiguar quiénes éramos. Los deberes de su oficio le obligaban a informarse sin demora, pues ya circulaban sobre nosotros rumores muy contradictorios.

Algunos hablaban del conde de Barraute, un carlista muy conocido en la región, que llegaba al frente de una banda de partisanos; los demás nos presentaban como simples cazadores franceses, pero, en este caso, ¿en virtud de qué derecho, de qué privilegio, nos introducimos así en territorio español? ¿Quién le dijo siquiera que no éramos gitanos ni bandidos? no hay escasez de ellos en el país. Yo tenía curiosidad por haber escuchado todas las palabras, todos los comentarios de los que fuimos objeto, y conocer las instrucciones secretas que se le dieron a Pedro, el mensajero en cuestión, un hombre de muy buena apariencia, además de muy educado y muy apropiado. Leyó la carta del mariscal Prim, la de Su Excelencia el Sr. Sagasta, nos suplicó que se las confiáramos, y también nos preguntó nuestros nombres, profesiones y cualidades. Cuando se retiraba, le dijimos que le llevara un hermoso sarrio al alcalde , para demostrarle que nos preocupaba la caza y no la política.

Los carlistas partidarios de Carlos VII de Borbón, tras la revolución de 1868 que había expulsado a Isabel II y establecido un gobierno provisional, querían aprovechar la coyuntura para imponer su rama dinástica y de nuevo preparaban un levantamiento armado. El conde de Barraute que cita Fourquier, era conocido en España como  el Conde Barrot , cuñado del general carlista Joaquín Elío, era jefe de la escolta del pretendiente Carlos VII y lo menciona Baroja en su novela Zalacaín el aventurero.  Apenas unos días después de finalizada la expedición de caza de Fourquier, Barrot que residía en el exilio en Olorón, efectivamente apareció en el Valle de Ansó , y así lo relataba El Diario de Huesca: "Hace pocos días el conde de Barrot, uno de los carlistas mas decididos y pariente del general carlista Elío, subió desde Olorón (Francia) donde habitualmente reside, a cazar a los Pirineos del valle de Ansó. Allí se hallaba cuando unos pastores, que cuidan los ganados, supieron que era carlista y que había este partido tratado de apoderarse de la ciudadela de Pamplona, se dirigen hacia él y le manifiestan que se retire, pero el conde Barrot y los compañeros de caza no hicieron caso. Los pastores, al ver su tenacidad, sospecharon si su permanencia reconocía un objeto político, y reunidos en bastante número, obligaron al conde de Barrot, contra su voluntad, a internarse en Francia".

Carlos VII con algunos de sus partidarios, El último de la dcha. es el Conde Barrot


También vino a reconocernos un sargento de carabineros, al frente de una buena escolta; todos sus hombres participaron en nuestra comida, que el clima templado nos permitió tomar al aire libre, bajo los grandes árboles; y vieron nuestra iluminación de la tarde y los detalles de nuestro campamento. Bien recibidos, bien tratados, estos emisarios hicieron sobre nosotros informes tan favorables, sin duda, que nos valieron la visita de sus respectivos jefes.

Primero llegó el comandante de los carabineros; aceptó sin ceremonias nuestra invitación a almorzar. La cocina francesa le gustaba, la abundancia de nuestra mesa lo sorprendió; se puso comunicativo y nos confió su pesar por haber sido relegado, él, andaluz, tan lejos de su país natal, en un mal pueblo, privado de recursos para la educación de sus seis hijos, que sufrían mucho en invierno por el clima tan duro. Escuchamos estos interesantes detalles familiares, pero nuestra atención se redobló cuando agregó que, sin la intervención benévola del alcalde y las órdenes especiales dadas por iniciativa propia, un capitán de los carabineros se había propuesto obligarnos a seguirlo hasta el gobernador de la provincia.

Había tenido dificultad para moderar su celo y hacerle entender que quizás se iba a embarcar en un mal asunto y que era más seguro estar mejor informado antes de actuar. Nos reímos del peligro del que afortunadamente habíamos escapado, pero es fácil imaginar nuestro mal humor, los gritos e imprecaciones que habríamos proferido si hubiéramos tenido que hacer las maletas, dejar la persecución y marcharnos, en medio de soldados, como criminales, hasta Jaca. El comandante nos había prestado un gran servicio y se lo agradecimos efusivamente; era, además, uno de esos hombres que resultan simpáticos a primera vista, y Carrère propuso recomendarlo al mariscal Prim, de quien decía ser amigo.


























El alcalde era medio vasco, ya que su padre, nacido en Espelette (localidad francesa de los Pirineos Atlánticos, fronteriza y cercana a Zugarramurdi en Navarra), había abandonado este pueblo para casarse en Echo. Solo conocía unas pocas palabras de su idioma nativo y se complacía tanto en repetirlas como yo al escucharlas. Me dijo que cada año, durante los cuatro meses de buen tiempo , pastaban en estas montañas de doce a mil quinientas cabezas de ganado y veinte mil corderos, cabras u ovejas. La madera de los bosques serían de inmenso valor si pudieran ser explotados, pero sin caminos no hay ganancia. En los últimos años, un industrial francés quiso talar las finas hayas que se encuentran allí, en tablones ; pero las exageradas pretensiones de los trabajadores que contrataba, y las de los arrieros, que eran los únicos que podían hacerse cargo del transporte, aumentaban los precios de costo en tales proporciones que tuvo que renunciar a su empresa.
El alcalde de Echo en aquél momento era Manuel Echeto, comerciante de 50 años, que en 1880 sería uno de los firmantes del libro homenaje republicano a Castelar (ver el enlace https://echosinhache.blogspot.com/2021/04/los-republicanos-chesos-en-un-libro.html ). lo confirma el hecho de ser citado en el periódico La Crónica de Cataluña del 6 de agosto de 1869, con motivo, de nuevo, del intento de sublevación carlista. Sublevación que finalmente se produjo y  fracasó estrepitosamente.
 


Continúa la crónica de Fourquier: Ciertamente, no tenemos que lamentar tal situación. La caza se perderá en el bosque de Ossa (Oza) el día que se explote con regularidad. Que los contrabandistas franceses a veces utilizan su regreso trayendo pequeñas tablas destinadas a la fabricación de los recipientes de agua que se utilizan en una parte de Bearn y del País Vasco, no nos importa, apenas perturban la caza; no más que los españoles, que despojan al acebo de su corteza para hacer el pegamento(bisque), que se usa en las provincias del sur para atrapar a miles de pajaritos en el momento de su migración mientras son finos, gordos y deliciosos para comer. Nuestros vecinos se están aprovechando de la normativa que hacemos para evitar la destrucción de estas interesantes aves; pero su triste destino es la menor de nuestras preocupaciones.

 La ambición aumenta en el hombre a medida que se satisfacen sus deseos; habíamos tenido éxito en nuestras cacerías de sarrios y ciervos; la abundancia de caza nos permitió contar con nuevas capturas, por lo que el pasado y el futuro no satisfacían nuestras nuevas aspiraciones. El bosque de Ossa contenía osos, no podíamos dudarlo. Teníamos que intentar al menos volver a medirnos con el Gaspard, como lo llamaban nuestros hombres: quizás acabáramos arreglando nuestras viejas cuentas con él.

Con la ayuda de Mathias y un viejo pastor que conocía el bosque a fondo , organizamos una batida , pero no tuvo otro resultado que hacer que los perros cazaran un joven cervatillo . Sin embargo, no nos desanimamos y decidimos ir en busca de una gran zona de bosque inexplorada hasta entonces, donde, según todas las probabilidades, se habían refugiado sucesivamente los dos osos que habíamos visto . Nos señalaron un puesto privilegiado entre el resto , pero de difícil acceso; Salimos a ocuparlo, Darralde, Durand y yo, mientras nuestros otros compañeros debían vigilar, en lugares más accesibles, a los sarrios que con toda seguridad saldrían desalojados de la espesura. Este puesto era realmente admirable: casi en el límite superior del bosque, dominábamos por encima una inmensa extensión de bosque, sobre el cual aún se levantaban audaces y poderosas rocas desnudas. Un entramado de pinos con ramas retorcidas nos resguardaba del sol y nos coronaba una especie de defensa natural de unos diez metros de altura.

 El oso debió de haber seguido un camino estrecho al pie de este acantilado, y las huellas de sus pisadas, que habíamos visto muy claramente, nos demostraron que solía hacer este camino . Llenos de esperanza, echamos a suertes quién de nosotros dispararía primero . Saqué la pajita más corta, Durand debía de disparar a continuación, luego Darralde; sin esta precaución, nuestros disparos podrían confundirse. ¡Qué embarazoso entonces! a quién dar el animal? Sabemos, además, que la piel de oso no debe venderse antes de haberla matado. Nuestros hombres tuvieron que hacer un recorrido de tres o cuatro horas para llegar al lugar donde iba a comenzar la batida. La espera hubiera sido tediosa si un mensajero, llegado el día anterior con las cartas y los periódicos, no hubiera permitido a Darralde traer el último número de Le Figaro. Estábamos muy cerca los unos de los otros; pudo darnos, en voz muy baja, algunas noticias políticas, y ponernos al corriente de las escapadas de una señorita de la que se ocupaba mucho el público.




Gritos y disparos finalmente resonaron en la ladera de la montaña que se extendía frente a nosotros. Lapassade imita las voces de los perros y aumenta el ruido. Somos todo ojos y esperanzas. Podemos ver dos sarrios desde lejos, subiendo a toda velocidad hasta las últimas alturas; oímos las piedras que hacían rodar un grupo de estos animales, ocultos por un pliegue del terreno, y los disparos de fusil de nuestros compañeros contra otros fugitivos; pero nadie descubrió a los osos, que sin embargo estaban en el recinto donde los buscábamos. 

Se marcharon astutamente, según los pastores que luego vinieron a vernos, a través de los huecos que quedaban entre nuestros hombres y nosotros. Nuestro personal era demasiado poco para llevar a cabo una batida de ese tipo correctamente; lo sabíamos, y para completarlo habíamos querido persuadir al alcalde de Echo para que nos enviara a sus campesinos, pero él objetó que ocupados en recoger sus cosechas, no podían salir del pueblo para una expedición similar. Sin embargo, la mañana no fue en vano: dos sarrios pagaron nuestras penas.

 Enviamos a buscar a los perros para averiguar qué había en los grandes bosques que nos rodeaban. Salieron a la caza tan pronto como llegaron. Darralde, para ser menos visible, estaba sentado en el puesto desde el que vigilaba, cuando por el rabillo del ojo vislumbró una extraña sombra que apareció de repente; vuelve la cabeza, un hermoso sarrio está a diez pasos de él; al momento de darse la vuelta, el imprudente ya está lejos; le tira de todos modos, pero sin alcanzarlo; Yo a mi vez veo su lomo entre las piedras, lo saludo con un disparo que solo acelera su carrera . Por costumbre, recargo de inmediato. Estaba de pie, muy al descubierto, cuando vi a dos jóvenes sarrios inmóviles a veinte pasos de mí. Probablemente buscaban unirse a su madre, a quien acabábamos de perder. Me parecieron tan simpáticos los pobres pequeños, que un exceso de sensibilidad los iba a salvar, cuando el demonio de la destrucción me tienta, y, mientras galopan, derribo a uno que queda rígido en el suelo. El otro, sorprendido de no tener más a su compañero a su lado, se detiene después de algunos saltos y mira inquieto a su alrededor.



Estaba enojado conmigo mismo por lo que acababa de hacer, las sombras de los sarrios muertos en nuestras cacerías anteriores estaban ante mí como un reproche; Para no ceder a un mal pensamiento por segunda vez, le grité a este joven inocente para que huyera lo más rápido posible. Por un momento temí que pudiera pasar cerca de otros cazadores menos compasivos, pero tuvo la suerte de evitarlos. Antes de batirnos en retirada, uno de los nuestros mató a otro hermoso macho, después de haber tenido la cortesía de salvar a dos cabras, que lo habían pasado a corta distancia. Estas últimas componen casi en su totalidad los grupos más o menos numerosos que se encuentran.

Los machos, especialmente los que ya tienen algunos años, suelen vivir solitarios en los picos más escarpados o en lo alto de los bosques; pero entran en campaña tan pronto como llega la temporada de apareamiento; en ese momento, incesantemente en busca de aventuras valientes, no se detienen ni de día ni de noche. En sus carreras errantes, si se encuentran con un rival en medio de su harén, la lucha comienza de inmediato; como las cabras y carneros, los dos campeones se arremeten con furia; se abalanzan el uno al otro, cabeza contra cabeza; un ataque sucede a otro . A veces, y esto les es peculiar, entrelazan los ganchos de sus cuernos; el más fuerte arrastra, sacude, maltrata al más débil, que huye en cuanto reconoce al vencedor , sin duda con la esperanza de consolarse con otras bellezas que no han sido testigos de su derrota. La pasión se vuelve incluso tan violenta en estos animales, que cegados por ella, olvidan toda prudencia y caen en las trampas más groseras.

 Nuestros hombres nos contaron que con la bolsa de piel de sarrio que llevan a la montaña y la culata de su fusil , los hacen acudir a ellos y matan a los machos enloquecidos por sus hirvientes ardores. Bien escondidos, les bastaba con apenas mostrar, sobre una roca, esta caricatura de la cabeza, el lomo o el cuello; la distancia aumentaba la ilusión, y estos viejos sinvergüenzas corrían y, en lugar de encontrar una compañera, se encontraban con la muerte. Si me han dicho la verdad, como estoy dispuesto a creer, decididamente los sarrios no son más razonables que los hombres; hasta entonces, me inclinaba a pensar lo contrario.



Veía que nuestra caza había terminado, al menos por este año. Al recapitular nuestras capturas contamos cuatro ciervos, diecisiete sarrios y una perdiz blanca, total que superó con creces todas nuestras expectativas, así como los resultados obtenidos en nuestras expediciones por Olibón. Los perros estaban exhaustos, algunos cojeaban y, en consecuencia, fuera de servicio. No sabíamos en qué dirección se habían retirado los osos. Generosamente habíamos regalado caza a toda la gente que nos había prestado algún servicio o que podía prestarnos alguno. El calor excesivo nos impedía ir más lejos. El grupo, nuestros hombres y nosotros estábamos completamente saciados. Sin embargo, para aprovechar el día que quedaba por pasar en la montaña, intentamos nuevamente cazar algún sarrio ; partimos, pero sin ardor ni entusiasmo, a una especie de paseo, de reconocimiento militar, en una zona hasta ahora inexplorada. Por una cuestión de conciencia ocupamos los puestos, en donde estábamos todos helados. Todavía puedo ver el lamentable rostro de Carrère, erguido durante varias horas y tiritando de frío, en una especie de garita gigante hecha de grandes rocas.

Habíamos llevado a nuestro cocinero a esta última batida, para recompensarlo por sus buenos servicios, porque, a pesar de la ausencia de hornos y con un equipo de campaña que naturalmente dejaba algo que desear, tuvo el talento para freír truchas con arte, para preparar excelentes guisos de sarrio rebecos , y cocinar el ciervo a la perfección. Este joven, muy listo, nos declaró, en medio de las piedras junto a las cuales se había quedado, sin ver ni oír nada, que las montañas le parecían muy hermosas, que le agradaban mucho, pero que encontraba aburrida esta cacería. Había sido privado, para su debut, de esa emoción final que hace olvidar los dolores y las miserias que la precedieron, y que es el único recuerdo que consuela cuando llegan los días malos.



Bajamos de la montaña como una avalancha; queríamos calentarnos y lo logramos. Estábamos sudando cuando llegamos al campamento, donde reinaba más actividad de la habitual. Teníamos que irnos a la mañana siguiente. Ya los caballos, burros, mulas, conductores y conductoras estaban repartidos aquí y allá alrededor de las tiendas. La cena fue aún más alegre que de costumbre; recapitulamos el número de capturas, que indiqué anteriormente; y a lo que hubo que sumar dos perdices blancas más. La gente elogió la belleza del bosque, la abundancia de caza, la frescura del agua, la bondad de las truchas, la facilidad de vida en todos los aspectos; se agotaron las últimas provisiones, se vaciaron las últimas botellas y toneles; todos participaron de nuestra generosidad, por lo que hubo un entusiasmo generalizado. Teníamos la intención de guardar las cabezas de nuestros sarrios para que pudieran ser disecadas, pero fueron robadas por unos cuantos merodeadores españoles, ya que nunca faltaron cerca de nosotros.

Todo lo que quedó de todas nuestras hazañas fueron pieles que se secaron al aire y al sol. No nos parecieron lo suficientemente bonitas esta temporada como para reservarlas para nosotros, por lo que fueron regaladas a los rastreadores , quienes encontrarían la manera de utilizarlas de diferentes formas. No podíamos tener preferencia por nadie sin despertar celos, y la suerte se encargó de designar los nombres de quienes elegirían primero. 

Después se apilaron todos los restos de leña en un enorme montón al que prendieron fuego y, cuando la llama iluminó suficientemente el escenario, procedieron a hacer esta rifa de bucaneros; luego, alrededor del infierno ardiente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hicieron un gran círculo, cogidos de la mano y cantaron ingenuas canciones del pueblo. Carrere tocaba a pleno pulmón la fanfarria; unos disparos apoyaron y dominaron los sonidos vibrantes del cuerno de caza. Las canciones y el acompañamiento producían una música espantosa, que aumentó aún más el entusiasmo de nuestra banda de semi-salvajes, y, cuando la austera severidad de las grandes rocas de Olibón regresó a nosotros, todos lanzaron un hurra en honor al bosque de Ossa, de Darralde, que lo descubrió, y de la buena vida que acabábamos de llevar.


La vigilia se prolongó hasta bien entrada la noche y, a pesar de ello, al amanecer, todos estaban de pie. Desmontamos las tiendas, empacamos el equipaje, lo cargamos sobre las bestias de carga. Mientras todos estábamos ocupados con este trabajo, un pequeño cervatillo cruzó el río, no lejos de nosotros, y permaneció a la vista durante mucho tiempo. "Se burla de nosotros", decían los unos. - "No", prosiguieron los demás, "nos despide y nos insta a volver el año que viene. Sin duda, no tenía ninguna malicia al respecto; él y su familia estarían encantados de no encontrarnos en sus dominios; pero el bosque de Ossa es demasiado hermoso para no alimentar la esperanza de volver allí cuando se ha tenido el placer de verlo. Al regresar a Lescún por el Col de Pau (Puerto de Palo), antes de cruzar la frontera, nos detuvimos en una alta cumbre, desde la cual la vista abarcaba un inmenso horizonte de montañas y abruptas cordilleras, en medio de las cuales saludamos, como viejos amigos, las cumbres de Bizaouri (Bisaurín) y Aspe, las rocas de Pourtas y Houmias, todos lugares llenos de preciosos recuerdos para nosotros, y una vez más nos despedimos de las montañas.

Achille Forquier continuaría su pasión por la caza, pero no regresaría ya al bosque de Oza, ni a las praderas de Olibón (Valle de los Sarrios).

FIN



Postal del último oso (disecado) cazado en Oza, por Pascual Biec según la tradición. 





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